Durante los últimos seis meses, asistí al crecimiento de una sillas de la serie/instalación que Rodrigo Bueno ha denominado Mobiliario Tomado, parte de la exposición Matuto al Cubo, hoy en la galería estudiobuck de São Paulo. La silla en cuestión es típica de tía, estilo francés, sus paticas arqueadas se van afinando hasta tocar el suelo, tal como si estuviera empinándose para minimizar su contacto con el mundo, y una tapicería florida de verdes, fucsias y violetas le brinda su distintivo. 

En ires y venires, la silla fue a para a un basurero y del basurero fue al taller de Rodrigo, quien sembró entre la vegetación bordada, algunas plantas reales cuya característica principal está en copiar, repetir o reproducir los tonos del tapiz, creando una fusión cromática y proponiendo, con ello, un juego de tiempo y representación. En esta obra son las plantas reales las que copian el dibujo, no es el dibujo, entonces, el que copia la realidad.

Entre los otros muebles que componen la instalación, hay un sillón rojo encendido que lleva una bromelia verde justo en la cabecera, lo que establece un nuevo diálogo cromático, esta vez por contraste y no por similitud. Opuestos, el rojo y verde se rechazan y se atraen, se detestan y se quieren, pues cuánto de rojo es necesario ponerle a un verde para tomar consistencia y viceversa. Un sofá marrón de tres puestos sirve de receptáculo a unas plantas cuyos tallos delgados se extienden hacia lo alto, a la vez que, con el peso de su tierra, llevan el mueble hacia abajo, casi hasta volverlo suelo. Par de direcciones que confunden la percepción, bien se trata de un objeto que, sin dejar de ser el mismo, merece dos descripciones: pesado como un mamut y liviano como libélula.

Mobilia Tomada –y el trabajo de Rodrigo Bueno en general— me hace pensar en una estrecha relación con la Naturaleza Muerta, género humilde, en el último grado de la jerarquía renacentista que seguía el árbol de Porfirio, especie de pirámide que planteaba un orden de valor para las obras representativas. Así, primero estaban los temas históricos y los actos estatales, seguidos de los retratos, para luego dar paso a los paisajes, teniendo en último lugar los bodegones, pinturas de objetos inanimados que, además de no tener alma, se mantenían inmóviles (muertos) durante el tiempo de ejecución de la obra.

Ahora bien, este menor grado jerárquico, el lugar más alejado de lo solemne que le es propio a los temas mundanos, permitió introducir en la naturaleza muerta, algún grado de desorden, una espontaneidad de lo cotidiano; los recipientes para la Comunión de Taddeo Gaddi en el XIV, pierden la reverencia al aparecer dispuestos tal como si fueran utensilios de cocina. De esta forma, las naturalezas muertas consiguieron proponer un tiempo que se da como el revés del cuadro histórico, pues mientras éste trataba del instante cumbre del devenir, ella presentaba lo ordinario y pasajero, un presente que se develaba como transformación constante. Tipo de tiempo mundano que, en el XVII, se convirtió en advertencia, el bodegón descubría las vanidades del mundo terreno, siempre surgidas de la ilusión tener por eterno lo pasajero, y, más aún, la fatuidad del arte, de esos engaños coloridos que acostumbran pasar por imágenes perennes. Desde la hoja marchita y la flor envejecida hasta la calavera, la naturaleza muerta se presenta como transcurso.

Mobilia Tomada se relaciona con el género, ahora bien, más que una cuestión de tema –hojas, flores y receptáculos–, por una cuestión de tiempo, ese condición mutable se hace tangible. Las plantas ahora vivas, no representaciones, dejan su condición de muertas, inmóviles, emprendiendo una avanzada que acabará en transformación. Al frente de una de las sillas de Bueno, es difícil no tejer una conjetura temporal: de un lado, la memoria del objeto, lo que fue, de otro, la proyección de lo que será cuando esté completamente tomado. 

Conjetura que deviene de la dislocación del lugar, la planta se hace perceptible por la extrañeza del territorio que habita –un cojín, la cabecera de un sillón–, anomalía que lleva a reparar en su avanzada, y más aún en el mismo proceso del mueble que está siendo invadido y que, de seguir así, no dejará ni su polvo. O mejor, su polvo ha de convertirse en planta, en ramaje, lo que, extendiéndome en su pasado de árbol, ese mueble fue alguna vez. 

Las composiciones de madera, en otra sección de la muestra, establecen una relación con ese pasado. Ensamblajes de tablas que recuerdan al Movimiento Concreto del Brasil de los años 50, pero que, a diferencia de éste, 

en vez de regularizar las partes convirtiéndolas en patrón, enfatizan sus singularidades. Cada uno de los fragmentos articulados muestra sus características, el camino de la madera, revelando tanto en el hecho de haber sido, alguna vez, un mueble, como en el hecho de haber sido, alguna vez, un árbol; los cortes recuerdan el taller del carpintero, mientras las betas una antigua condición de rama. De lo que deviene en un Concreto espontáneo, o un concreto anti-concreto, en el que la memoria se sobrepone al futuro.

Relación con la memoria trabajada por el artista en otras obras y por otras vías. En la exposición realizada en agosto de 2012, con curaduría de Felipe Chaimovich en el Museo de Arte Moderno de São Paulo, Bueno proyectó una intervención que giraba en torno a los dioses africanos o orixás. En ella, un círculo de diversos objetos –alimentos, jarras, plateas, frutas, conchas, metales, plantas– ubicados directamente en el suelo, sin mesa, sin pedestal, estaban organizados por segmentos correspondientes a un orixá determinado, lo que implicaba una disposición cromática, pues, tal como explica Rodrigo, cada una de estas deidades tiene tonos específicos, así, mientras Oxúm se va por los dorados, a Iemanjá le gusta el blanco. En Brasil esto hace parte del día a día, el 31 de diciembre es costumbre vestirse de blanco y dar flores blancas al mar, ya que la bienvenida del nuevo año se funde con la acción de agradecimientos y pedidos a Iemanjá.

Es curioso, las naturalezas muertas griegas nacieron de las dádivas a los dioses, se trataba de representaciones nacidas de la ofrenda. Así volvemos una vez más al género, pero ya no por la advertencia del tiempo que transcurre y se evapora del barroco, sino por el tiempo ritual capaz de anular la sucesión para condensarla en un presente pleno que es el mismo del origen, en donde esos elementos cotidianos cobran un carácter sagrado, sin dejar de ser cotidianos, pasajeros: plantas, frutas, recipientes. 

La obra de este artista brasilero lleva implícita una propuesta de tiempo: sea transformación continua, sea momento ritual. Lo ordinario y lo sagrado muestran su vínculo, en un tipo de transcurrir reversible tal como lo es el rito que vuelve sobre el origen, tal como lo es el ciclo cuyo inicio es su mismo fin.

En efecto, no era solo una cuestión de tema lo que opuso durante siglos al cuadro histórico y al bodegón, era una concepción de tiempo. No era tanto el bodegón el que ocupaba el último grado de importancia jerárquica, era el tiempo que él implicaba –y que fue restringido a la advertencia– lo que dio paso a esa hegemonía del tiempo histórico, irreversible, y por tanto, obsesionado con el futuro. Futuro que nunca llegando, se hace insaciable: produce su propio consumo sin jamás poder hartarse. Si bien ya no tenemos esa jerarquía en los géneros de la pintura, porque ya no existen los géneros, sí que la tenemos en la vida cotidiana, en nuestra concepción de ruta tanto individual como colectiva.

La obra de Rodrigo Bueno es una grieta por la que se inmiscuye ese tiempo jerárquicamente arrinconado, acorralado, el tiempo del ciclo y del ritual, cuyos resquicios quedaron en el bodegón como advertencias jamás advertidas. En ella se abre la posibilidad de otro tiempo, ahora condensado en una silla que avanza yendo en reversa, de un lado, porque sus plantas reales, copian sus propios retratos al repetir los colores, de otro, porque su madera después de haber sido mueble, quiere convertirse en árbol.